En 1781 hubo una epidemia de peste en un pueblo del norte de España provocando una gran mortandad entre la población que fue atribuida al hedor intolerable que exhalan los cadáveres sepultados en el atrio de la iglesia parroquial. Este hecho obligó al gobierno de Carlos III a tomar una serie de medidas, a través del Consejo de Castilla, que afectaron a la salubridad pública. De esta forma, los camposantos se apartaron de las poblaciones, con el objeto de preservar la salud pública, siendo el Real Sitio de San Ildefonso el primer municipio en realizar las inhumaciones en un cementerio. Desde ese momento, numerosos cementerios civiles tomaron como modelo el del Real Sitio y se fueron ubicando en lugares apartados de las poblaciones, bien ventilados, cercados y con una capilla en el interior, además de un osario.
El 9 de febrero de 1785 Carlos III firmaba, en el Pardo, el Reglamento del Cementerio del Real Sitio de San Ildefonso por el que se debían regir los nuevos enterramientos en el Municipio. «Todos los cadáveres de personas que fallezcan en el Real Sitio de San Ildefonso, de cualquier estado y dignidad que sean, se entierren en el cementerio construido extramuros de él», rezaba el artículo primero del mencionado reglamento que ya subrayaba la obligatoriedad y la universalidad de una medida que en aquella época levantaba ampollas. De esta forma, se prohibió las inhumaciones en los interiores de las iglesias así como en el Campo Santo de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario que hasta entonces había sido utilizado para ello.
El hecho de ordenar y construir el cementerio de San Ildefonso antes de la emisión de la Real Cédula de 3 de abril de 1787, por la que se prohibían los enterramientos en las iglesias salvo para los prelados, patronos y personas del estamento religioso que estipulaba el Ritual Romano y la Novísima Recopilación, hace de él, no sólo el primer cementerio civil construido en España , sino un centro de experimentación, de ejemplo y de cita obligada en el resto de construcciones de recintos específicamente dedicados a la recepción de cadáveres.
El objetivo de Carlos III y su gobierno, enmarcado en el movimiento ilustrado de la época era claro: aislar a los muertos de la población. La elección del lugar para la construcción del primer cementerio civil en España, en el Real Sitio de San Ildefonso, no fue al azar. El establecimiento definitivo de la Corte, la consolidación del trazado urbanístico, el aumento de la población en torno a la residencia del monarca, la presencia de personalidades importantes del mundo de la Corte y la posibilidad de que alguno de ellos falleciese allí, fueron razones de peso para poner en práctica un nuevo proyecto que colocó al cementerio del Real Sitio en ejemplo arquitectónico para toda España y puede afirmarse que es el cementerio más fiel a los postulados ilustrados.
En primer lugar se encuentra apartado de la población, en un lugar bien ventilado, sin contacto con la población, cercado, con una capilla y sus dependencias en el interior y con un osario.
Este cementerio, no fue el primer cementerio extramuros, pues anterior es por ejemplo el barcelonés de Poblenou, pero sí el primer cementerio civil, junto con el de El Pardo, por depender de la Corona y no de la Iglesia.
Del cementerio civil del Real Sitio de San Ildefonso pueden distinguirse tres grandes períodos. El primero de ellos pertenece al cementerio mandado construir en 1783 por Carlos III sobre los planos del arquitecto José Díaz de Gamones. Aquel primer cementerio era un espacio de unos 49 metros de largo y 25 de ancho, con una simbólica peculiaridad. La puerta de acceso del camposanto coincidía, y coincide, en el mismo eje que la de la capilla y ésta con el altar. Se pretendía trasladar el concepto de espacio sagrado que tenían las iglesias a un espacio a cielo abierto en pleno campo.
No hay constancia de quiénes fueron los primeros inhumados en este pionero cementerio. Posiblemente fueran trabajadores de la Corte que no tenían posibilidades y cuyos funerales sufragaba la Corona. El cementerio del Real Sitio de San Ildefonso y el de El Pardo fueron los únicos mantenidos por la Corona, que corría con todos los gastos.
La segunda etapa viene marca por una ampliación llevada a cabo en 1830 por Fernando VII e introduce algunas modificaciones en el Reglamento otorgado años antes por Carlos III.
Fernando VII manda construir 15 nichos de los denominados PRIMER ORDEN en la antigua sacristía del cementerio. Estos nichos estaban destinados para los Abades del Real Sitio, Prelados con Jurisdicción Episcopal, Grande de España, Ministros de Despacho, Consejeros de Estado, Capitanes Generales, Tenientes y Gentiles Hombres de S.M. a razón de 600 reales y con una permanencia de 8 años.
En este espacio destinado a enterramientos de primer orden se encuentran, entre otros, el Excmo. Sr. Conde de Raynaval, Embajador de Francia o don Santos Marín Sedeño o Canónigo Presidente del Cabildo y gobernador Eclesiástico de la Abadía, Predicador y Cronista de Real Sitio. En esta dependencia se puede leer “aquí vendrás a parar, vivos elegid lugar”, “afán y llanto es la vida en su carrera fugad, aquí principia la paz”, “padres, esposa, hijos tube, uno a uno los perdí, ya estamos todos aquí”.
Los 15 nichos de SEGUNDO ORDEN se construyeron de espaldas al cuarto del capellán y en ellos podían ser enterrador los Canónigos de cualquier iglesia catedral o colegial, los Consejeros o Ministros de las Audiencias, Gobernadores de los Reales Sitio, Corregidores, Abades Mayores, títulos de Castilla, Mariscales, Brigadieres, Coroneles, Comandante de Armas y Caballeros de alguna Real orden, pagando por cada nicho la cantidad de 400 reales y con la permanencia de 8 años. En este segundo orden se enterraron por ejemplo don Miguel González de Castejón y Elio, profesor de S.M. el Rey Alfonso XII.
Los 9 nichos denominados de TERCER ORDEN se construyeron de espaldas a la capilla y en ellos podían ser depositados por un espacio de 5 años y un pago de 200 reales, llevando caja propia, los primeros empleados de S.M. del Real Sitio, jefes y maestros de sus establecimientos y otras personas decentes, adultos y párvulos de honradas y honestas familias. El resto del espacio se destinaba a enterramientos en tierra y numerados, tanto para adultos como para párvulos.
El 28 de octubre de 1866 la Reina Isabel II y, con objeto de recaudar más ingresos para la manutención del cementerio, otorgó la perpetuidad a aquellos que lo solicitasen a cambio de 2.000 reales para primer orden, 1.500 para segundo orden y 1.000 en el tercer orden. En algunas ocasiones se concedía la “gracia de perpetuidad”, es decir, la obtención gratuita de la perpetuidad, para aquellos que hubieran tenido una relación especial con la Corte.
Surge así la ciudad de los muertos como reflejo de la ciudad de los vivos, con todo el bagaje socioeconómico y cultural que le es propio. El hecho de contar con una importante población cercana al mundo de la Corte enfatizó la jerarquía social del cementerio reproduciendo el mismo tejido social existente en vida.
Las consecuencias emanadas de la construcción del cementerio del Real Sitio de San Ildefonso no sólo afectaron a la salubridad pública. La visita a la sepultura, las inscripciones en las sepulturas, biográficas y elogiadas, la limpieza, la vegetación y decoro en la sepultura fueron factores que afectaron al comportamiento y actitudes de la población con respecto a la muerte de sus seres queridos en el siglo XIX.
Este cementerio es un lugar de reposo privilegiado de nuestra historia ofreciendo una determinada realidad socio-cultural que permite rastrear la emotividad social a través de sus epitafios. Sus posibilidades culturales y simbólicas son múltiples porque utiliza el Arte y la Historia para hablar de realidades sociales, de crónicas de vida y de la relación dual con el pasado y con los sistemas culturales de la época en que se expresaron.
La muerte, como la vida, son los dos acontecimientos más importantes de nuestro paso por el mundo. Si la vida es un misterio, en la muerte están todos los misterios y para acercarnos a ellos el patrimonio funerario permite hablar del Más Allá y hacerlo con formas bellas.
Ya lo dijo Sancho al ingenioso hidalgo don Quijote: “No se muera vuestra merced porque la mayor locura es dejarse morir así, sin más ni más”. No se muere así “sin más ni más” porque la sepultura se convierte en el eslabón necesario para no olvidar. Fotografías propiedad de entrepiedrasycipreses.